lunes, 22 de noviembre de 2010

El indudable encanto del perdedor

Por Plácido Vázquez


Jack Lemon, Paul Newman, Robert De Niro, Humphrey Bogart, Jean-Pierre Léaud, Tim Robins… a lo largo de la Historia del Cine, grandes actores han encarnado papeles de personajes cuyo destino consistía en ser derrotado ante el contexto que les rodea. Personajes que se ven abocados, por más que luchen, a ser subsumidos como un algoritmo más de la ecuación que es la sociedad moderna. Ya sea un oficinista fracasado, un “chulo” buscavidas, un taxista recién llegado de Vietnam, Sam Spade, un adolescente que huye de un reformatorio o un adulto marcado por la violación que sufrió siendo niño, por mucho que luchen no lograran alcanzar ese sueño que los americanos se apropian y que no es más que un constructo ideológico cuyo reverso tenebroso (y el más extendido) es el que se observa en estos personajes. Pero pese a este destino oscuro somos atraídos a sus vivencias diarias, a sus derrotas como si estuviésemos observando una comedia o una película romántica. ¿La razón?, porque somos capaces de empatizar con ese ser que no es capaz de escribir el guión de su vida, sino que es empujado a la fatalidad. Es cierto que en nuestro día a día no ganamos al Gordo de Minessota, pero sí nos hemos sentido triunfadores y a la vez derrotados, reyes pero a la vez destronados al sentir que algo hemos perdido en el camino que nos llevó primero al encuentro final y que después nos hizo ganar. 
El cine negro fue en su origen el campo donde los perdedores crecieron, con un Humphrey Bogart que constituye el arquetipo del perdedor en los años 30 y 40 (ya sea dejando que Ilsa volase de Casablanca o viendo cómo el Tesoro de Sierra Madre le carcomía interiormente). En los años 50 y 60, tras el influjo del cine europeo en el cine americano (sobre todo a través de la Nouvelle Vague y el cine Sueco), el perdedor ya no se erigía enteramente como un héroe. Era un ser con sus miserias y sus grandezas, capaz de lo mejor y de lo peor. El mejor ejemplo de ello es el personaje de Eddie Felson o el de C.C. Baxter en “El Apartamento”, tipos capaces de perder y ganar su partida de billar  en una habitación de hotel de Louisville, o de alquilar su casa para ascender en la empresa. En Europa cabe destacar la escuela de perdedores que constituyó tanto Buñuel (“Él”, “Viridiana”) como Truffaut (“Besos Robados”, “Los 400 Golpes) así como la desesperanza existencialista de Bergman. Sin embargo el gran maestro de los perdedores fuera de EEUU fue Kurosawa, quien con Yojimbo y Los Siete Samurais fue capaz de erigir un monumento a aquellos que construyen su futuro sabiendo que el mismo será puro sacrificio. La estela original del cine negro fue seguida en la modernidad con la nueva escuela de realizadores americanos de los años 70 (Coppola, Scorsese, Malick, De Palma…) que retomaron los antiguos arquetipos y los transformaron, tomando muchas veces como telón de fondo el clima pesimista post Vietnam (véase Taxi Driver, Apocalipse Now, Malas Tierras o incluso un visionado detallado del destino de Michael Corleone). Tampoco olvidar el destino que Woody Allen (aunque este retomando más los postulados de Bergman y Wilder) forja a sus personajes, seres que sobreviven en una sociedad que los amansa  (como en “La Rosa Púrpura del Cairo”). La figura del perdedor en estos años imbuyó todos y cada uno de los géneros cinematográficos, generando incluso subgéneros como el Western Crepuscular, donde el fin de una era y el contraste con la nueva constituían una metáfora del sentir ciudadano a finales de los 60 y en la década de los 70.
Durante los 80, pocos fueron quienes retomaron la figura del perdedor. En parte Oliver Stone con la muy buena película Patoon y con la olvidable “Nacidos el 4 de Julio”, o Allen en “Manhattan”. Los 90 tampoco supusieron un gran hito en este sentido, aunque sí cabe destacar otro gran perdedor: Carlito Brigante, un personaje que trata de escapar de lo que fue para poder construir lo que será. Pero al igual que en la mayoría de los perdedores cinematográficos, el contexto y su pasado puede con él.
En los inicios del siglo XXI, pocos son los que retoman la figura del perdedor de una forma seria. Muchos asumen arquetipos pasados y los explotan hasta la saciedad (véase películas como “Un domingo cualquiera” o “En tierra hostil”) y son pocos los que arriesgan. Pero en este segundo campo destaca sobre manera Clint Eastwood, el último gran autor de perdedores. Figuras como el vaquero de “Sin Perdón” (último gran western crepuscular), la boxeadora y el entrenador de “Million Dollar Baby” o todos los personajes de “Mystic River” encarnan nuevas variaciones del perdedor, muy en la línea que trazaron Leone, Peckinpack o Mann (3 cineastas que suelen ser minusvalorados y que tienen en su haber joyas como “Hasta que llegó su hora” o “Pat Garret y Billy the Kid, obras maestras del western crepuscular).
En definitiva, los perdedores son fiel reflejo no sólo de un malestar personal sino que constituyen una personal metáfora de un malestar social. Aquél que se crea cuando el sueño americano despliega su triste sombra sobre la sociedad.

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